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sábado, 7 de marzo de 2009

Poeta Aurelio Prudencio - cristiano -

Aurelio Prudencio Clemente
Cathemerinon

«Himno de la Epifanía»

¡Cuantos buscáis a Cristo,
al cielo levantad los ojos!
Allí podréis mirar
un signo de su gloria inacabable.
La estrella esta, que en luz y en hermosura
al disco del sol vence,
anuncia que de mortal carne vestido
llegó Dios a la tierra.
No es esta estrella esclava de las noches,
a la luna mensual obedeciendo,
sino que sola el cielo dominando
gobierna el curso de los días.
Aunque, girando en torno de sí mismas,
las dos constelaciones de las Osas
no quieran retirarse, en cambio
se ocultan mucha veces tras las nubes.
Mas este astro siempre permanece,
la estrella esta nunca se sumerge;
1 El texto lo tomamos del libro AURELIO PRUDENCIO, Obras completas, edición y estudio
preliminar de Isidoro Rodríguez, Madrid, BAC, 1981, 158 ss.
PRUDENCIO: Himno de la Epifanía
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no oculta, por el paso de una nube,
su desplegada antorcha en sombras oscurece.
El siniestro cometa desaparezca,
y si algún astro fulgura
en los fuegos de Sirio, ya vencido
por la luz de Dios, al fin se eclipse.
He aquí que de los mares pérsicos,
de donde e sol abre su puerta,
los Magos, del cielo explicadores sabios,
la bandera del nuevo rey contemplan.
Apenas brilló ésta, las esferas
todas de los astros se apagaron,
ni se atrevió el bello lucero
a presentar su matinal belleza.
«¿Quién ese gran Rey -dicen los Magosque
en las estrellas manda,
a quien los signos celestiales así temen,
a quien la luz y el cielo sirven»
Algo brillante contemplamos
que no conoce acabamiento;
sublime, excelso, interminable,
más antiguo que el caos y que el cielo.
Es éste el rey de las naciones,
el rey del pueblo de Judea,
el que por siempre prometido fuera
al padre Abrahán y descendencia.
Abrahán, padre primero de creyentes,
inmolador del hijo único,
supo que en el futuro su semilla
en multitud igualaría a las estrellas.
Ya de David la flor asoma,
de la raíz nacida de Jesé,
y por la vara del cetro verdeciendo
a la cima del universo asciende.
PRUDENCIO: Himno de la Epifanía
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La siguen luego los Magos conmovido,
el rostro fijo en las alturas,
por donde el surco de fuego abría la estrella
y el brillante camino señalaba.
Mas ya sobre la frente de aquel Niño
quedó la estrella en alto suspendida,
y, derramando un reguero de su antorcha,
la sagrada cabeza reclinada muestra.
Al ver los magos aquel rostro,
los dones sacan traídos del Oriente
y de hinojos le ofrecen suplicantes
la mirra, el incienso y oro regio.
Los claros distintivos reconoce
de tu poder y reino,
¡oh Niño!, a quien el padre de antemano
a tres distintas condiciones destinara.
Al Rey y al Dios proclaman
el oro y el olor fragante
del incienso sabeo, pero el polvo
de la mirra predice ya el sepulcro.
Es el sepulcro en el que Dios,
mientras permite se destruya el cuerpo
y lo alza de nuevo de la tumba,
descerrajó la cárcel de la muerte.
¡Oh tú, Belén, la única más grande
de todas las ciudades, a quien cupo
en suerte dar a luz al Salvador del mundo,
por voluntad del cielo unido a nuestra carne!
En ti, que lo nutriste, para el Eterno padre
se forma el único heredero,
hombre por el Espíritu de Dios
y él mismo Dios en los mortales miembros.
A El, siendo de Dios testigos los profetas
al par que sus notarios,
el Padre y testador le manda
PRUDENCIO: Himno de la Epifanía
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entrar al Reino y recibir la herencia;
el Reino que todo lo existente abarca;
e aire, los mares y las tierras,
de la cuna del sol hasta el ocaso,
el tártaro y el cielo de allá arriba.
Oye el tirano acongojado,
haber nacido el rey de reyes,
que el Pueblo de Israel gobierne
y el palacio de David ocupe con su estrado.
Ante este anuncio grita enloquecido:
«¡El sucesor acosa, me destrona;
soldado, marcha, empuña el hierro,
en sangre anega toda cuna!
Muera todo varón recién nacido,
los regazos de las nodrizas escudriña,
y entre los senos de sus propias madres
los niños tiñan con su sangre las espaldas.
De engaño sospechosas me son todas
las madres que en Belén, recién paridas,
furtivamente pretender quisieran
poner oculto a su varón nacido».
Furioso, con la espada desenvainada
atraviesa el verdugo aquellos cuerpos,
que poco ha sus madres a luz dieran,
y explora los rincones de las vidas nuevas.
Apenas halla sitio el homicida
entre los miembros diminutos
por donde herida alguna abrir se pueda;
más grande es el puñal que aquellos cuellos.
¡Oh bárbaro espectáculo!
Chocando contra piedras la cabeza
el cerebro de leche desparrama
y los ojos vomita por la herida;
o el niño, palpitando vivo,
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al profundo del agua es arrojado,
y de debajo, de la garganta estrecha,
arriba sube la burbuja de su aliento.
¡Felices, salve, flores de los mártires,
a quienes el que a Cristo perseguía
eliminó en el mismo umbral de vuestra vida,
como el turbión las rosas que a estallar comienzan!
Vosotros sois primeras víctimas de Cristo,
rebaño tierno de inmolados;
ante las aras mismas inocentes,
jugáis con las coronas y las palmas.
¿De qué valió maldad tamaña?
¿De qué sirvió a Herodes este crimen?
Sólo, entre tantas muertes,
se salva Cristo sin `peligro alguno,
El solo entero entre los ríos
de sangre de los niños de su tiempo;
burló el fruto de la Virgen el acero,
que a las madres dejaba sin sus hijos.
Así, Moisés, que recobró a su pueblo,
de Cristo la figura adelantando,
burló otro tiempo los edictos necios
que el malvado faraón había dado.
La ley fijó cautela, y sancionaba
que a las madres judías se negase,
libradas ya del dulce peso de su seno,
dejar con vida a sus nacidos hijos.
Pero el valor de una partera cuidadosa,
rebelde en su piedad contra el tirano,
hurtando guarda a aquel niño nacido
para esperanza de pujante gloria,
a quien el Creador del mundo luego
de mediador tomó para su pueblo,
que su ley a los hombres transmitiera
escrita en la tablilla de una piedra.
PRUDENCIO: Himno de la Epifanía
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¿No es justo descubrir a Cristo
en el ejemplo de aquel varón insigne?
Aquel caudillo, derrotados los egipcios,
libró a su pueblo del esclavo yugo.
Mas el Caudillo nuestro, hiriendo al enemigo,
de las tinieblas de la muerte libra
a los que del error bajo el gravoso imperio
estábamos por siempre sometidos.
El lava otra vez en dulces aguas
a su pueblo, limpiado de las olas
al paso de la mar, y la columna
de luz les pone por delante.
El, con los brazos extendidos a la altura,
mientras combate recio traban sus ejércitos,
a Amalec desde la cima vence;
figura de la cruz fue entonces esto.
Josué es El más verdadero,
que, tras los largos caminos trabajosos,
a los que su cuartel formaron victorioso
distribuyó los campos prometidos;
el que en el lecho del río que retrocede
aseguró en cimiento firme
y ahincó las doce piedras,
figura noble de los doce apóstoles.
Con justo título, los Magos atestiguan
al Guía de Judá haber ya visto,
pues las hazañas de los antiguos jefes
la figura de Cristo preanunciaron.
Es éste el Rey de los antiguos jueces,
que el pueblo de Jacob han gobernado;
de la Iglesia Señora El es el Rey;
Rey del nuevo y del antiguo templo.
A Este los hijos de Efrén ya reverencian,
a Este de Manasés la santa casa;
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a El todas las tribus alzan la mirada,
las tribus que descienden de los doce hermanos.
Y aun la degenerada raza
que sigue rito bárbaro
y la que cruel Bahal formara
en el ardiente fuego de los hornos,
para el honor de Cristo ya abandona
los dioses ahumados del abuelo;
piedra, no más; metal, madero;
labrado, cincelado, recortado.
Gozaos, naciones todas de la tierra:
Judea, Roma, Grecia, Egipto;
también vosotros: tracio, persa, escita:
un solo Rey gobierna a todos.
Dad alabanza a vuestro Príncipe
todos; los que felices sois, los agradecidos,
los vivos, los débiles y muertos;
ya nadie hay muerto desde ahora.
***

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